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Artículo periódico La Tribuna.
31.5.2010

DESPOJADO DE CARGAS.
Ángel Rodríguez muestra sus obras en la Galería Tolmo en un recorrido que descubre y regala un proceso creador ejemplar.

Ocurre muy de vez cuando, pero ocurre. Ocurre que la obra, una obra, te mira un día, por casualidad en una exposición, y te encandila. Lo hace de una forma sutil pero tan certera que desde ese momento se hace reconocible. Ocurrió hace algún tiempo con una pieza de Ángel Rodríguez Robles y la sensación ha perdurado en el tiempo y en la retina. Porque el trabajo de este joven toledano -de Illescas- aglutina alguna de las claves por las que muchos han pasado demasiado tarde. Él lo ha hecho pronto; pronto se ha despojado de lo accesorio; pronto se ha liberado de algunos de los lastres vinculados a la figuración; pronto ha reconocido que la carga, casi siempre, es obstáculo.



Y con esa impronta fresca y libre de academicismos innecesarios -no todos- este autor gesta un paisaje abstracto en el que la geometría reticular juega un papel esencial. La naturaleza se contempla con placidez y la pulcritud de su desarrollo se denota en la evolución transitada por sus obras. Cuenta que cada pieza es consecuencia de la anterior, resultado de un trabajo de ‘desinfección’ en el que elige, de un todo, una parte que trabaja como única.


Y así se ha desprendiendo de complementos para llegar a saborear la pintura, porque lo que realmente le gusta es la pintura. Hecho que no obvia la utilización de collages sobre el soporte que, por cierto, otorgan a las composiciones una calidad humana no muy habitual en los contenidos llamados geométricos.


Rescata, matiza, alguno de los elementos de una obra concluida para insistir -a modo de zoom- en las zonas que para él son esenciales, casi primarias. Quizá por ello Ángel Rodríguez está trabajando una paleta compuesta casi exclusivamente de blanco y negro. Este llegar a la raíz de la creación requiere de atrevimiento y riesgo, es como iniciar una nueva vida partiendo de la ya vivida. Como comenzar a pisar un nuevo suelo cuando el pisado hasta entonces era realmente seguro.


Pero la vitalidad de este pintor es compatible con esa suerte de madurez que desprende en ese puzzle ordenado de retículas principales de las que surgen planos y espacios que limitan pero, por fortuna, no aíslan. Porque la huella del paisaje, del urbanismo, reposa en el conjunto. Y lo mejor llega cuando se visiona el proceso de crecimiento seguido por el artífice la exposición que, hasta el 27 de junio, puede degustarse en Tolmo.


Las casas arruinadas, en la parte superior, inician el camino emprendido por Rodríguez desde una perspectiva más figurativa que, sin embargo, no acaba de serlo del todo. No lo es porque estas composiciones están marcadas por la huella de la belleza de lo que para la mayoría ya no vale porque no es útil. En él se tornan monumentales. Y de ahí a una mayor abstracción que, como antes, sigue sin serlo del todo. Porque lo bueno es la síntesis que este autor consigue quedándose con lo mejor de cada trabajo, adaptando cada recurso salvado a los intereses de su pintura. Y las favelas interpretadas con una plástica digna de reconocer, y la utilización del color en sus ‘paisajes reticulados’. Como dice Giles, una pintura de «un muy buen artista emergente».



Por Cristina Martínez. Foto David Pérez.
                       


Texto presentación catálogo 'El paisaje reticulado y otros diálogos con la figuración'.
Oct. 2010

ENTRE EL TAJO Y EL MOLDAVA.

Después de muchas conquistas y reconquistas históricas, Santa María de Melque se convierte a mediados del siglo XX en un complejo que no sólo sirve para estudiosos de la interpretación de este conjunto visigótico, sino en un centro que acoge la obra de artistas de la región castellano-manchega. Ahora, bien comenzado el siglo XXI le corresponde a un joven illescano, Ángel Rodríguez, a quien conocí hace un par de años porque fue su obra la que primero cautivó mi atención y mi curiosidad de artista... Sabía que no me equivocaba cuando conocí a Ángel, iniciando así una buena amistad y en el transcurso de este tiempo dio el salto a salas de arte ya consagradas: la primera exposición en Toledo, el pasado mayo-junio en la Galería Tolmo, que supuso lo que se suele decir “su lanzamiento”; otra también celebrada en la galería MovArt de Madrid y ésta que hoy celebra su inauguración en el Sitio Histórico de Santa María de Melque de Toledo.



Como bien decía apenas conocíamos su arte más que a él mismo. No obstante, si me preguntasen qué cualidad resaltaría de la personalidad de este artista, con toda certeza y creo no equivocarme, ésta sería su tenacidad para defender lo suyo, su trabajo, su respeto para consigo mismo. No nos confundamos. No es arrogante, y sabe reconocer sus propios fallos; otra virtud de Ángel es el saber escuchar y modificar alguna línea de pensamiento, pero su quehacer tanto como pintor, como de músico (otra faceta que le caracteriza), lo defiende sin concesiones.


Resalto esta faceta de Ángel porque a mí me ha impresionado siempre la tenacidad en las personas (y sobre todo en los artistas), tal vez porque yo suelo defenderme más con la ironía que con la tenacidad. La exposición que inauguramos creo que es en gran parte resultado de la cualidad que resalto de Ángel Rodríguez Robles, porque toda ella en casi todas sus facetas, obedece a un planteamiento estratégico, a un método previsto y a un riguroso dominio del color, el dibujo y la composición. La necesidad de trabajar sobre el tiempo porque así lo exigía el tener que, digamos, “pintar” obra para unos plazos rigurosos. Los plazos de realización de las tres exposiciones citadas.


En sus lienzos predominan los tejados que uno puede contemplar desde su estudio ubicado en pleno corazón de Illescas, entre la Plaza Mayor y el Callejón de Santa María, un rincón privilegiado para captar en silencio las ventanas techos y tejados a cualquier hora del día, desde un temprano amanecer, hasta una noche de plenilunio; su particular interpretación de las casas colgadas de Cuenca, de la Calle Santa Isabel de Toledo, de las favelas de Brasil, tejados, torres, y ventanas en un pueblecito de Austria...Y ahora seguramente al regreso de su beca por la República Checa su paleta habrá quedado prendada de los ventanales y buhardillas de Ceský Krumlov, al sur de Bohemia, que contemplan silenciosos los meandros del Moldava, el mismo al que un día Smetana dedicara una de sus más bellas composiciones del mismo nombre.


La verdad es que - recordemos - Ángel, recrea su vocación de pintor con la de músico, vocación que ejerce con su hermano mayor Amable, por lo que es de suponer, que en el transcurso de la exposición tengamos la oportunidad de contemplar esta conjunción de ARTES: Pintura-Música, sin olvidar la Arqueología ahora en Santa María de Melque, continente de la exposición por obra y gracia de la Diputación Provincial de Toledo.

Por Fernando de Giles Pacheco. Artista-Escritor toledano.
http://www.fgiles.com/

                                             

Artículo periódico El Día.
20.6.2010
 
Impresión ante Escultopintura Oxidada. Medianera, de Ángel Rodríguez Robles.

A veces uno hace cosas por hacer cosas, llámense compromiso, amabilidad o espíritu pusilánime. A veces uno no hace cosas por los mismos motivos: falta de compromiso, poca amabilidad o espíritu rebelde, con el añadido, en muchas ocasiones, de la falta casi permanente de motivación hacia otras cosas que no sean los propios intereses.

Como en el arte todo es relativo, y como en torno al arte hay tanta mentira y es tan difícil descubrir la bellota entre la hojarasca, yo, que hice crítica de arte allá por los años finales de la década de los 70 y los primeros de la de los 80, decidí dejarlo correr… ¡He dejado correr tantas cosas..!

Digo esto, no por justificación de la propia desidia, sino por la dificultad que encuentro ―una limitación personal, seguro― en conmoverme ante un cuadro, una película, un poema, o las notas de un piano. Al lado, la alegría que siento cuando alguna manifestación artística, la única manifestación que verdaderamente nos diferencia de los animales, logra tocar en mí aquella fibra olvidada de mi juventud, ya pasada de tiempo y, desde luego, pasada de moda.

Pues este regalo que hace tanto tiempo no me hacía la vida, lo encontré, sin pensarlo, ante el cuadro Escultopintura oxidada. Medianera, con que Ángel Rodríguez Robles ha tenido a bien obsequiarme desde las pareces de la galería Tolmo ―Santa Isabel 14― de Toledo. En realidad la obra es eso: óxido. En realidad la obra tiene una dureza de escultor del hierro, de Chillida, en sus salientes, en sus aristas que se abren a la cara oculta en forma de puertas y ventanas soldadas a la vida, con rojos como lagrimones de quien no puede llorar más que derramando sangre. Es la tragedia del arte. Es la tragedia que muy pocos descubren en el arte, y me refiero a los artistas, cuando el arte no es otra cosa que un mercadeo más ―y genuino― agarrado al furor de los mercados.

Me ha parecido ver cómo el pintor ―cuando lo es, no tiene nombre ni señas de identidad que no sean el cuadro mismo― se derramaba en esta obra atrapando la vida como es: un óxido parcelado que aparentemente no cambia, porque lo fundamental es el óxido, pero esas parcelas, que son matices, nos hablan de los matices del espíritu, siempre distinto entre el ayer, al hoy y el mañana. Matices es lo que hay en esta obra, aparentemente plana. Y un salto al vacío más profundo en el manchurrón amarillo con que tiembla el óxido, allá por la parte superior y aérea que nos conduce a vislumbrar una salida a la tragedia.

Podría hablar de concomitancias y recuerdos que me aporta la obra de Ángel Rodríguez Robles, y cómo me ha retrotraído a la exposición colectiva de Santo Domingo de Silos en la que Tàpies colgó su cuadro sin título, que me hizo pararme más de una hora, en otra rara contemplación de lo divino, pero esto, dicho aquí, sería hojarasca. Prefiero terminar con una reflexión que Chillida hizo, hace ya mucho, sobre la obra de Brancusi, cuando dijo que “llevó las cosas a sus últimas consecuencias, no sólo a nivel plástico sino a nivel de vida”.

Lo que me extraña es haber encontrado tanta música celestial en una obra de un pintor tan joven, que ha evolucionado a la velocidad inimaginable y tan intensamente reflexiva del rayo que no cesa.

Por José Luis Matilla, escritor.

Artículo fanzine Creatura. Sección El Atelier. 
Nov. 2007

EL BATEAU-LAVOIR.


En esta nueva sección cómo no vamos a homenajear a uno de los más famosos atelieres en que se gestó gran parte de los cimientos del arte de vanguardia: El Bateau-Lavoir:

Este viejo y destartalado edificio fue conocido en París a comienzos del siglo XX por albergar los talleres de numerosos artistas y los refugios de otros tantos escritores. Estaba situado en el barrio de Montmartre, en la parte más alta y periférica de la capital, entre las últimas viñas y molinos que quedaban sobre este monte de estrechas y frías calles empedradas en que aún se respiraba el espíritu de una época repleta de grandes creadores.

El poeta Max Jacob bautizó este inmueble como Bateau-Lavoir (barco-lavadero) por su semejanza con los barcos amarrados en el Sena, donde las mujeres lavaban y tendían la ropa en aquellos tiempos. Las paredes estaban levantadas a base de tablones de madera siempre húmeda y enmohecida, que dejaba pasar entre sus irregularidades el aire y la lluvia a los estudios en que los pintores trabajaban intentando vencer al frío y el hambre. Los vidrios a duras penas resistían en los amplios ventanales verticales, ordenados como una retícula cubista de líneas que se cruzan en el exterior del edificio y que, por qué no, podrían haber inspirado algunas de las pinturas de estos artistas. Al igual que las de un barco lavadero, las tablas del suelo crujían al paso de marchantes en la visita a sus protegidos esperando encontrar algún nuevo y buen cuadro que vender o alguna modelo paseando desnuda por allí.

Comunidad cosmopolita la que se reunía para ponerse hasta arriba de opio mientras se recitaban poemas o se escuchaban diferentes opiniones sobre la dirección que debería tomar el nuevo arte. Fue allí donde, con la ayuda de sus amigos Manolo y Paco Durrio, el joven Picasso se instaló a su llegada a París en 1904 y donde se dio de cabezazos durante meses para finalmente sorprender a todos (para bien o para mal) con sus Señoritas de Avignón en 1907. El Atelier de Picasso, según alguno de sus biógrafos, era un lugar que olía a trabajo y desorden. Había caballetes y telas apoyadas contra las paredes, un somier ocupando un rincón, una pequeña estufa de hierro y tubos de óleo y bocetos desperdigados sobre el suelo carcomido.

Allí los inviernos eran fríos, sin gas ni electricidad. Los artistas miraban las gotas de lluvia recorriendo los ventanales de arriba a abajo, evocando las teorías de los ya fallecidos –o a punto de fallecer- Gauguin y Cèzanne mientras la música de Satie les sirve como banda sonora y el olor del aceite y la esencia de trementina les sirve como estupefaciente balsámico.

También aparecían por allí personalidades como Jean Cocteau, Apollinaire, Gertrude Stein, Braque, Léger, Utrillo, Modigliani, etc. hasta que estalló la Primera Guerra Mundial y la escena artística se fue trasladando al Boulevard de Montparnasse. Varias décadas después un incendio destruyó el edificio casi por completo y en la actualidad, aunque sea tan sólo para el recuerdo, queda un pequeño escaparate con fotografías de la época y la reconstrucción de algunos atelieres habilitados para acoger nuevas generaciones de artistas extranjeros.

Como ya alguien ha comentado, recorrer ahora las callejuelas de Montmartre hasta llegar al Bateau-Lavoir en el número trece de la Rue Ravignan, en la tranquila plaza de Emile Goudeau, es como descender a las cuevas de Altamira del arte moderno”.

Ángel Rodríguez Robles.